Abrazado a ella, mi mirada se perdía en lontananza, y mi mente estaba absorta.
La tarde iba a morir en una esfera multicolor, y una suave brisa me consolaba con su caricia.
— En treinta años, no estaré— le dije. Ella me apretó con sus brazos y apoyó su cabeza en la mía.
— Quiero permanecer, quizá no aquí, pero en algún lado. Y ahora que estoy contigo, quiero que sea contigo.
Un suspiro suyo acompañó el fin de su abrazo. Me miró con una sonrisa, me besó en la mejilla y de nuevo me estrechó.
— Este momento es como una foto en el instante de ser tomada. Un registro de la verdad, verdad que en unos segundos se alejará... como todo.
Su silencio era el modo de su amor, en ese momento. Me dejaba estar muriendo porque me amaba.
— Cielo, no somos uno y otro, ¿sabes eso? Al encontrarnos, solo hemos recuperado la unidad... Pertenecemos a este prado porque nos pertenece, y lo mismo sucede con el tiempo: el pasado y el futuro están en este presente, que está a su vez en ellos. De pronto pienso que cuando me vaya, no me iré.
La noche aceleraba su caída, y sus dedos acariciando mi cabello eran el reloj que registraba ese descenso.
— Sin embargo, no puedo alejar esta tristeza. Soy el fotógrafo, no la foto. Hay tanto hermoso que registrar... Quizá conocerte, reencontrarte, ha sido nacer, y eso hay que pagarlo a un precio altísimo.
Sentados en el pasto del prado, algo me preguntaste y algo te respondí...