... Kasparov, con la mirada fija en el peón negro que acaba de arribar a la séptima fila, no advierte que Bobby se arrellana en su asiento, en medio de un silencio que cierra nuestras gargantas.
Las manos que apoyan las sienes del formidable ruso están tan inmóviles como sus párpados. Es un momento eterno, histórico, terrible. Todos intuimos lo que va a suceder; todos esperamos que suceda. A mí me tiembla la quijada; mis dientes chocan, aunque no hace frío. Mi cuerpo es gelatina que pierde, más y más, consistencia. En el sector donde se ubican los grandes maestros, son pocas las manos que ensayan jugadas sobre los tableros que replican El tablero: la mayoría envuelven una nariz, un mentón, tocan una sien o acarician los cabellos de una cabeza. Hay quienes dan la espalda al escenario del combate, con los ojos más mojados que lo acostumbrado. Casi exánimes parecen otros; algunos se soban las rodillas; otros, sentados, hunden la cabeza bajo el peso de las manos entrelazadas sobre la nuca. Tú, a mi lado, sonríes nerviosamente y me miras con los ojos ligeramente rojos; sujetas con manos temblorosas mis brazos temblorosos. Por fin, el Oso de Bakú se dispone a hacer su última jugada.
Un nudo me sube rápidamente del pecho a la garganta. Pienso en lo fugaz de la historia, no más que nuestras vidas. En el privilegio inmerecido de vivir este momento. En los veinte años que separan a los dos gigantes que sostienen esta batalla, imposible, final y definitiva. Pienso en todo eso mientras los ohs, los aplausos, los saltos y los hurras sobrevienen ahora que la diosa Caissa ha elegido al mejor, al único.
Kasparov extiende la mano, y yo empiezo a llorar como un niño.