domingo, 20 de enero de 2008

Bobby Fischer


Digamos que el Gran Ajedrecista preparó el pesebre para el nacimiento de su hijo.
Un año después —así lo había dispuesto— empezaría la hegemonía del ajedrez soviético en el mundo. La inteligencia planificada. Lo colectivo como fuerza implacablemente superior al individuo.
Un modelo de familia óptimo. Un país súperdesarrollado. La economía más poderosa. Las escuelas más aptas para la fabricación del hombre civilizado.
Pero estos marcos serían los corsés contra los que irrumpiría el hijo. Él emergería de una familia casi deshecha, casi mal hecha. No sería un hombre el que iniciaría la tarea, sino un niño capaz de terminar la hazaña. La iniciativa frente a la madurez. La espontaneidad frente a la planificación. La agresividad frente a la tranquilidad mediocre.
De lo peor —es un decir— de Estados Unidos, saldría quien iba a aplastar lo mejor —otro decir— de la inteligencia soviética. La dialéctica marxista se aplicaba así, implacablemente, contra sus aplicadores, y en otra antítesis: la Guerra Fría.
No era un hombre común el apto para esta tarea; tenía que ser un genio. No era el hijo de una familia tradicional, sino de una partida. No era el mejor educado, sino aquel que, a fin de prepararse para el gran combate, debía renunciar a la escuela.
Y del país del dinero emergería quien, con el dinero, contribuiría a la dignidad del ajedrez, aparte de la que le otorgaría con su juego.
Bobby hizo la tarea encomendada, sobresalientemente. No solo su ajedrez fue bello, sino su misión. Nos devolvió una fe, nos rescató una creencia. Sí. El hombre tiene la dimensión del individuo, mayor que la del grupo, al que crea, transforma y supera. Y, pequeño como es, el hombre se sobrepone cuando la tarea es sobrehumana.
Quienes aluden a su paranoia, a su indigencia, a su locura, no miran sino con miopía. Mirarlo requiere tener los ojos sanos y limpios.
No de otro modo se puede ver al hijo del Gran Ajedrecista.


Lima, 19 de enero de 2008