jueves, 18 de diciembre de 2008

El rey más solo


Bobby. Imposible estar más solo de lo que estuviste. No sé si se trate del privilegio de ser un genio; quizá sea sólo asunto de compensar los platillos de no sé qué balanza.

Viejo (iba a escribir «tarde»), posiblemente fuiste «guest310», el ajedrecista anónimo que disputaba («ganaba», para ser más claro) partidas en internet. Están, por ahí, registradas, algunas supuestas partidas jugadas por ti y en las que movías muy pronto el rey, para originar un extraño enroque que formaba parte del camino hacia tu inexorable victoria. Extraño jugador. Tanto, como si no fueras tú, Bobby, ese jugador.

Casi cincuenta años atrás, te enfrentabas, prácticamente solo, a la maquinaria de ajedrez más poderosa de entonces. Debatir si alguna o cualquiera de sus piezas hubiera podido contra las mejores o la mejor de hoy es perder el tiempo: ni el hombre ni las máquinas son los mismos al transcurrir aquél, y la ventaja, en teoría, está a favor del presente. Si realmente es así, pues entonces no hay nada que debatir. Ubiquemos, mejor, el pasado, para apreciar con justicia el hoy.

Nadie, sino tú, pudo aplastar a los mejores ajedrecistas de la época. Y no eran enfrentamientos individuales, como sucede ahora, sino donde un individuo sucumbía ante un equipo. Nadie había estudiado tan intensamente el ajedrez, ni con tu pasión, al punto que ni tu ignorancia de otros idiomas, ni las limitadas horas del día, ni la obligatoria instrucción escolar pudieron jugar a favor de tus rivales. No había en ello, sin embargo, ninguna estrategia premeditada por ti y, para su ejecución, tácticas ya previstas: lo que sucede es que, simple y sencillamente, era imposible que no llegaras a ser campeón del mundo.

Qué ajedrecista, en la historia, pudo contar con tantas desventajas a su favor. Niño no prodigio, de clase económica baja, de familia deshecha, fueron otras tantas. Pero una prodigiosa memoria, una pasión inigualable, una persistencia y tozudez incomparables, que no se amilanaron a pesar de no pocos puestos mediocres en innumerables torneos, fueron esas piezas adicionales a las dieciséis del tablero y que te llevaron a vencer en ese otro en que se juega la vida. Si, la vida; allí donde venciste. Porque tu hazaña terminó a los 29 años, y no podía haber sido de otro modo para una lucha que iniciaste siendo un niño. Que no te pidan culminar en la vejez, aquellos a quienes les hace falta toda la vida para llegar a vencer.

En tu época, sólo había un lugar desde el cual no era imposible llegar a lo imposible; un lugar que exigía una talla demasiado elevada. Y no sólo empleando el mejor ajedrez, sino mucho más. Lo que te hace el mayor ajedrecista de todos los tiempos está más allá de los 64 escaques del tablero. O en otro, que tiene las dimensiones de la historia y de la humanidad, construcciones del individuo y no su sustrato. En ese tablero, ocupando, incuestionable, la posición del rey, con la talla de héroe, no tienes ni tendrás sucesor.

Imposible estar más solo de lo que estuviste, Bobby.


Lima, 18 de diciembre de 2008

domingo, 20 de enero de 2008

Bobby Fischer


Digamos que el Gran Ajedrecista preparó el pesebre para el nacimiento de su hijo.
Un año después —así lo había dispuesto— empezaría la hegemonía del ajedrez soviético en el mundo. La inteligencia planificada. Lo colectivo como fuerza implacablemente superior al individuo.
Un modelo de familia óptimo. Un país súperdesarrollado. La economía más poderosa. Las escuelas más aptas para la fabricación del hombre civilizado.
Pero estos marcos serían los corsés contra los que irrumpiría el hijo. Él emergería de una familia casi deshecha, casi mal hecha. No sería un hombre el que iniciaría la tarea, sino un niño capaz de terminar la hazaña. La iniciativa frente a la madurez. La espontaneidad frente a la planificación. La agresividad frente a la tranquilidad mediocre.
De lo peor —es un decir— de Estados Unidos, saldría quien iba a aplastar lo mejor —otro decir— de la inteligencia soviética. La dialéctica marxista se aplicaba así, implacablemente, contra sus aplicadores, y en otra antítesis: la Guerra Fría.
No era un hombre común el apto para esta tarea; tenía que ser un genio. No era el hijo de una familia tradicional, sino de una partida. No era el mejor educado, sino aquel que, a fin de prepararse para el gran combate, debía renunciar a la escuela.
Y del país del dinero emergería quien, con el dinero, contribuiría a la dignidad del ajedrez, aparte de la que le otorgaría con su juego.
Bobby hizo la tarea encomendada, sobresalientemente. No solo su ajedrez fue bello, sino su misión. Nos devolvió una fe, nos rescató una creencia. Sí. El hombre tiene la dimensión del individuo, mayor que la del grupo, al que crea, transforma y supera. Y, pequeño como es, el hombre se sobrepone cuando la tarea es sobrehumana.
Quienes aluden a su paranoia, a su indigencia, a su locura, no miran sino con miopía. Mirarlo requiere tener los ojos sanos y limpios.
No de otro modo se puede ver al hijo del Gran Ajedrecista.


Lima, 19 de enero de 2008